Contó que “a partir de esa fecha, yo fungí como informante de manera obligada”, al servir como persona clave para el cártel y su red de vigilancia en las calles.
“Si primo usted sabe si no qiere lo amenaso al culo”, decía la respuesta.
Guerreros Unidos les pagaba a algunos agentes de la policía mensualmente una especie de anticipo, según testigos. El pago le permitía al cártel recurrir a las autoridades cuando quisiera.
“Volteas a ver y dices ‘Sé que estoy cometiendo un delito, pero…’”, dijo un agente de la policía, según una transcripción inédita del interrogatorio al que lo sometieron las fuerzas del orden. Pero, según declaró, era imposible resistirse a un pago regular de 1000 pesos (unos 50 dólares).
“Dices tú: ‘no lo voy a agarrar para no meterme en broncas’, pero dices, ‘no espérate’”, contó.
Cuando los integrantes del cártel necesitaban pasar por un retén, trasladar armas o emboscar a sus rivales, buscaban a la policía.
“Usted no se aguite primaz0”, le dijo un comandante de la policía a un miembro del cártel en un mensaje donde lo tranquilizaba y lo trataba de primo, “ya sabe q aqui estamos al mil”.
Meses después del secuestro de los estudiantes, el cártel hizo una llamada de emergencia que demostró cuán ansiosos estaban frente a la posibilidad de que sus rivales ingresaran a su territorio.
Una tarde de domingo, unos traficantes advirtieron que un grupo enemigo se había detenido en el mercado local para comer. En cuestión de minutos, el cártel averiguó qué vehículo estaban conduciendo, cómo lucían y de qué vendedor de comida estaban cerca.
“Ubiq una camioneta nissan color roja doble cabina andan dos vatos y una bieja”, le pidió en un mensaje de texto un traficante a un comandante de la policía en Iguala.
“Ya están las unidades avisadas y una unidad en la caseta”, respondió el comandante.
“Cualquier cosa puede pasar cuando el grupo determina que tiene que pasar”, dijo Beristain. “Tenía el control de la acción de diferentes corporaciones y podía mandar qué es lo que tenía que hacer cada quien”.
‘No quiere ser el 44’
En la noche del viernes 26 de septiembre, el cártel notó algo fuera de lo común y mandó una advertencia, según los fiscales mexicanos.
Miembros de un grupo enemigo atravesaban Iguala, mezclados con estudiantes en unos autobuses robados, les dijo a los líderes del grupo un jefe del cártel.
Solo que no era cierto. No había traficantes a bordo, dijeron los investigadores, y más allá de los palos y piedras que llevaban para apoderarse de los autobuses, los estudiantes estaban desarmados.
Pero el cártel llevaba meses al límite.
Hacía poco se había ahogado uno de los mayores jefes del cártel, otro había sido arrestado y los hermanos que quedaron a cargo habían perdido la confianza entre sus filas, según mostraron las intervenciones telefónicas. Los traficantes estaban preocupados por un desertor que se había unido a un cártel rival y un asesinato que parecía ser un trabajo interno.
“Mataron ami primo y fue jente de nosotros”, le dijo el líder de Chicago a uno de sus compañeros. “No hay q confiarnos d nadie absolutamente nadie”, dijo la esposa del jefe del cártel que se ahogó en otra comunicación.
Los enemigos del grupo parecieron tomar nota de sus vulnerabilidades. En las semanas previas a la desaparición de los estudiantes, los medios locales reportaron que los rivales del cártel se habían “reagrupado“, y enfrentarían nuevamente a Guerreros Unidos.
Las intervenciones telefónicas se encendieron con los traficantes furiosos por los tiroteos en Iguala.
“Eso se va a poner más feo”, dijo el líder de Chicago a finales de agosto.
Un mes después, cuando Guerreros Unidos recibió el mensaje sobre sus supuestos rivales que se abrían paso con los autobuses, su red de colaboradores entró en acción.
Los dos comandantes de la policía que habían intercambiado mensajes de texto regularmente con el cártel dirigieron los primeros ataques contra los estudiantes esa noche.
Mientras los estudiantes intentaban salir de Iguala a bordo de varios autobuses, los agentes de policía bajo el control de los comandantes bloquearon las calles y les dispararon, hiriendo a algunos, incluido uno que permanece en coma. Luego subieron a los estudiantes a las patrullas y desaparecieron poco después.
A varios kilómetros de distancia, más agentes de la policía detuvieron otro autobús con estudiantes, utilizaron gases lacrimógenos para hacerlos bajar y se los llevaron.
Ellos también estaban entre los 43 que desaparecieron.
El socorrista que recibía pagos del cártel dijo que recibió dos llamadas telefónicas esa noche. Una de los comandantes de policía preguntándole “a quién le iba a entregar los paquetes”, en referencia a los rehenes. Un sicario del cártel también llamó, preguntando quién le iba a traer “los paquetes”, según su declaración jurada.
Exactamente qué fue lo que sucedió después sigue siendo un misterio.
Según un miembro del cártel cuyo testimonio ha sido fundamental para el caso, algunos de los estudiantes fueron llevados a una casa donde los asesinaron y descuartizaron. Los machetazos dejaron cortes en el suelo, dijo un testigo, y los restos de los estudiantes después fueron quemados en el crematorio propiedad de la familia del forense.
Los militares sabían adónde estaban llevando al menos a algunos de los estudiantes porque estaban espiando una conversación entre un comandante de policía y un jefe del cártel mientras hablaban sobre dónde depositar a los rehenes, según documentos hechos públicos por el gobierno mexicano.
Otros documentos de inteligencia militar, que no han sido divulgados, muestran que los militares conocían la ubicación de un miembro del cártel involucrado en el secuestro días después del ataque.
Muchos de los líderes de Guerreros Unidos en Iguala fueron arrestados después del ataque, pero nadie ha sido condenado por la desaparición. Los cargos contra decenas de sospechosos han sido desestimados porque un juez determinó que se utilizaron técnicas de tortura para obtener las confesiones.
El grupo logró mantenerse activo, gracias en parte a algunas de las esposas de los narcotraficantes y a una de las madres, quienes se encargaron en gran parte del día a día del negocio, según otro conjunto de cientos de intercambios inéditos captados en las escuchas telefónicas.
Años después de la desaparición masiva, el gobierno mexicano continuó espiando a varias personas del grupo, escuchando sus conversaciones telefónicas en 2017.
Los nexos entre el cártel y las autoridades seguían siendo fuertes.
Uno de los traficantes implicados en el secuestro habló de cómo acababa de estar en “una borrachera con los soldados” en un restaurante local, según refieren las grabaciones telefónicas. Un administrador de dinero del cártel dijo que se había hecho amigo de un comandante de la policía federal. Un regidor de la ciudad habló de contrabandear drogas a Estados Unidos.
Una noche, la esposa de un jefe del cártel que está en la cárcel perdió la pista de un cargamento de drogas que iba camino a Estados Unidos. Pensando que el contrabandista podría haberse ido con la mercancía, le pidió a otro integrante que le diera una advertencia.
“Si sabe cómo le fue a los 43,” dijo, refiriéndose a los normalistas secuestrados. “No quiere ser el 44”.
Alan Feuercolaboró con reportería desde Nueva York, y Emiliano Rodríguez Mega desde Ciudad de México.
Ronen Bergman es reportero del staff de The New York Times Magazine y vive en Tel Aviv. Su libro más reciente es Rise and Kill First: The Secret History of Israel’s Targeted Assassinations, publicado por Random House. Más de Ronen Bergman